jueves, 29 de noviembre de 2007

EL SIETE


Cuando dan las seis y media en punto salimos corriendo como una exalación del trabajo. El motivo no es la falta de motivación y/o entusiasmo por el trabajo, no. El motivo principal es que a las siete menos cuarto pasa el tren que nos lleva a nuestros anhelados hogares.

Desde el edificio de oficinas (que se levanta entre la vasta llanura de chalets con las persianas cerradas a cal y canto) hasta la estación de Cercanías hay, más o menos, a paso ligero (un, dos, un, dos) doce o trece minutos andando, atravesando un paso elevado que nos permite cruzar la carretera y sorteando luces y villancicos a nuestro paso por el infernal centro comercial.

La travesía, en resumen, no es grata más que por la compañía que, encogida por el frío y concentrada en el tiempo restante, camina silenciosa cual escuadrón de la muerte.

Hay otra opción. Otra opción que, a priori, podría resultar más acogedora: Esperar a la lanzadera (antes de que algúno dibuje en su vivaz imaginación un cohete espacial, os diré que una lanzadera es un autobús, la mayoría de las veces muy cutre y con un fuerte olor a vómito mezclado con ambientador de manzana ácida, que realiza el trayecto entre la empresa y la estación de transporte público más próxima o conveniente). La lanzadera tarda en torno a tres o cuatro minutos en cubrir el recorrido, de modo que, si sale a menos veinte, nos da tiempo (in extremis, eso sí) a coger el tren de menos cuarto.

Inciso: ¿Por qué los trenes de Cercanías Renfe siempre, SIEMPRE, sufren retrasos por las mañanas y hacen gala de una puntualidad británica por las tardes?

Bien. Estábamos en que, si la lanzadera sale a su hora establecida (menos veinte) y nuestro sprint final es suficiéntemente bueno, podemos llegar al tren.

Se da la triste circunstancia, sin embargo, de que la lancadera rara vez llega o sale a su hora. Esto se lo debamos a los peculiares cenutrios que conducen los autobuses.

Así que allá vamos, varias personas encogidas y silenciosas cruzando un paso elevado y un centro comercial, silenciosas con paso rápido. Si alguien cae en el camino se le deja atrás. Ese es el código. Hay que seguir adelante.

Cuando llegamos nos enfrentamos al consabido juego de Renfe de “acierta cuál es el torno que funciona”. Las posibilidades son infinitas, pues nunca es el mismo. Mientras, oyes llegar tu tren; te pones nervioso; intentas forzar a la máquina para que se trague tu billete; la máquina es más fuerte que tu y lo regurgita tercamente; te rindes; te pones en la cola del torno que funciona; el tren se está parando en el andén y aún tienes que bajar dos traicioneros tramos de escaleras; te toca; metes el billete por la ranura; las puertas del torno se abren con una media sonrisa maliciosa; recojes tu billete e inicias tu sprint.

“JJJJJJJJJJJJRRRRRRRRRJJJJRRRR”

Sientes que algo te retiene, que algo tira de tu manga. Te vuelves lleno de ira, dispuesto a soltarte de lo que quiera que sea que te ha agarrado. El siguiente tren pasa quince minutos más tarde. No vas a perder este tren. ¿O si?

Ojiplático y boquiabierto contemplas tu propio brazo sin dar crédito a lo que ves. La manga de tu cazadora se abre en un magnífico siete a la altura del biceps. “Me estoy poniendo como un toro con tanto gimnasio” piensas en la primera décima de segundo, pero enseguida te das cuenta de que no ha sido tu fuerza desmedida la que ha cercenado tu cazadora.

Aún hay restos textiles en el torno. Restos dignos de un C.S.I. Paradógicamente, el único torno que funciona es el que está roto. Roto de tal manera que muestra una amenazante cuchilla. Puedes dar gracias porque aún conservas tu brazo.

Pero después de dar gracias quieres pedir explicaciones. Tus compañeros han seguido sin tí y tu tren se ha ido.

Te diriges a la ventanilla, intentas, sin éxito, llamar la atención de la señorita. Tienes que aporrear el cristal blindado para que la tipa se digne a levantar la mirada. Le enseñas lo que ha ocurrido, sin duda esperando por su parte un poco más de emoción en su reacción.

“¿Y qué quieres que haga yo?” Te espeta. “Que me lo zurzas ¿No te jode?” Piensas, pero no lo dices. En su lugar le exiges la hoja de reclamaciones y te esfuerzas en que tu redacción refleje tu indignación, tu dolor, tu tiempo perdido, tu chaqueta destrozada y tantos sentimientos atropellados que no puedes comprender...

Ya sólo te queda esperar. Esperar el siguiente tren. Esperar que el siete en tu cazadora tenga arreglo. Esperar una respuesta de los Señores de Renfe. Esperar que te paguen lo que te han quitado. Esperar que te indemnicen.

¿Y si la chaqueta la hubieras comprado en Londres? ?Y si eres pobre y esa era la chaqueta para pasar todo el invierno? ¿Y si era un recuerdo de familia?

A los señores de Renfe les da igual. Ese torno lleva así meses y así va a seguir hasta que corte el brazo a alguien...

3 comentarios:

Felix Felicis dijo...

Ay, Pani, Pani...
Casi mes llevo barruntando lo que no puedo contarte sino en este blog tuyo tan reivindicativo en contra del sistema.
Pero en este caso el sistema es el de mi bloque; eso sí, reflejo de este nuestro gran país España.
Fue en septiembre cuando lo anunciaron: cambian el ascensor. Los vecinos estaban hartos del ascensor anterior, que “siempre estaba estropeado”. Yo, en dos años que llevaba alquilado en este bloque, no había notado ninguna incidencia. Pero ellos sabrían.
Pues bien, un mes nos tiramos sin ascensor. Todo septiembre, ese maravilloso mes de la vuelta al trabajo, para que el puteo fuera redondo. Algo se había hablado de que el cambio iba a efectuarse en agosto. Pero claro, eso hubiera sido lo más lógico, y este nuestro bienamado país, tiene mucho solecito, pero lógica, ninguna.
Así pues, me tiré todo el mes de septiembre escaleras arriba escaleras abajo. Porque, no lo he dicho, pero vivo en un séptimo. Pa abajo con la perra, pa arriba con las bolsas del Mercadona, pa abajo con la bolsa de la basura, pa arriba con la perra, pa abajo al trabajo, pa arriba que se me ha olvidao la carpeta, pa abajo con la perra antes del trabajo, otra vez. Eso sí, con esto de compartir las escaleras, los vecinos llegamos a conocernos y a hablar todos los días, como en los tiempos esos antiguos en los que la gente se hablaba y los vecinos se conocían.
Cuando por fin estrenamos el ascensor, a mediados de octubre (¿os creíais que los trabajos duraron un mes justo? pues no), nos encontramos con un aparato supermoderno, con puertas deslizantes, con memoria y con la voz de una tía que te dice por qué piso vas.
Un superascensor, vamos.
Sobre todo, si funcionara.
Porque (y llegamos al colofón: fanfarria de trompetas, por favor), en este mes y medio desde que lo estrenamos, ¡se ha estropeado siete veces!
Ahora, los vecinos, cada vez que me los encuentro por las escaleras sin respiración, bajan la cabeza, avergonzados. Ya no es como ese mes de septiembre en el que todos aprovechábamos para hablar y conocernos mejor. Ahora en las caras se les refleja esa sensación de lelos de haber pagado una derrama que te cagas para tragarte un ascensor al que cada vez que te habla te entran ganas de asesinarlo.
Viva mi bloque y viva España.

PANI dijo...

Con tu permiso, te lo publico ahora mismo...

CECILIA dijo...

jajajajaj.
1º Tema: Ana,creo que el psiquiátrico tiene un bus privado que te lleva hasta la puerta.

Esper, espera...

Pero, ¿no es eso que cuentas un psiquiátrico?

jejejej.

2ª tema: Felicis, si te sirve de alguno yo vivo con mi abuela en una casa donde el 80% de los inquilinos son mayores y tiene dificultad para andar y se negan a poner ascensor.
Consecuencia: mi abuela se cayó escaleras abajo el año pasado y estuvo chunga todo un año.
¡ole!