
Cuando dan las seis y media en punto salimos corriendo como una exalación del trabajo. El motivo no es la falta de motivación y/o entusiasmo por el trabajo, no. El motivo principal es que a las siete menos cuarto pasa el tren que nos lleva a nuestros anhelados hogares.
Desde el edificio de oficinas (que se levanta entre la vasta llanura de chalets con las persianas cerradas a cal y canto) hasta la estación de Cercanías hay, más o menos, a paso ligero (un, dos, un, dos) doce o trece minutos andando, atravesando un paso elevado que nos permite cruzar la carretera y sorteando luces y villancicos a nuestro paso por el infernal centro comercial.
La travesía, en resumen, no es grata más que por la compañía que, encogida por el frío y concentrada en el tiempo restante, camina silenciosa cual escuadrón de la muerte.
Hay otra opción. Otra opción que, a priori, podría resultar más acogedora: Esperar a la lanzadera (antes de que algúno dibuje en su vivaz imaginación un cohete espacial, os diré que una lanzadera es un autobús, la mayoría de las veces muy cutre y con un fuerte olor a vómito mezclado con ambientador de manzana ácida, que realiza el trayecto entre la empresa y la estación de transporte público más próxima o conveniente). La lanzadera tarda en torno a tres o cuatro minutos en cubrir el recorrido, de modo que, si sale a menos veinte, nos da tiempo (in extremis, eso sí) a coger el tren de menos cuarto.
Inciso: ¿Por qué los trenes de Cercanías Renfe siempre, SIEMPRE, sufren retrasos por las mañanas y hacen gala de una puntualidad británica por las tardes?
Bien. Estábamos en que, si la lanzadera sale a su hora establecida (menos veinte) y nuestro sprint final es suficiéntemente bueno, podemos llegar al tren.
Se da la triste circunstancia, sin embargo, de que la lancadera rara vez llega o sale a su hora. Esto se lo debamos a los peculiares cenutrios que conducen los autobuses.
Así que allá vamos, varias personas encogidas y silenciosas cruzando un paso elevado y un centro comercial, silenciosas con paso rápido. Si alguien cae en el camino se le deja atrás. Ese es el código. Hay que seguir adelante.
Cuando llegamos nos enfrentamos al consabido juego de Renfe de “acierta cuál es el torno que funciona”. Las posibilidades son infinitas, pues nunca es el mismo. Mientras, oyes llegar tu tren; te pones nervioso; intentas forzar a la máquina para que se trague tu billete; la máquina es más fuerte que tu y lo regurgita tercamente; te rindes; te pones en la cola del torno que funciona; el tren se está parando en el andén y aún tienes que bajar dos traicioneros tramos de escaleras; te toca; metes el billete por la ranura; las puertas del torno se abren con una media sonrisa maliciosa; recojes tu billete e inicias tu sprint.
“JJJJJJJJJJJJRRRRRRRRRJJJJRRRR”
Sientes que algo te retiene, que algo tira de tu manga. Te vuelves lleno de ira, dispuesto a soltarte de lo que quiera que sea que te ha agarrado. El siguiente tren pasa quince minutos más tarde. No vas a perder este tren. ¿O si?
Ojiplático y boquiabierto contemplas tu propio brazo sin dar crédito a lo que ves. La manga de tu cazadora se abre en un magnífico siete a la altura del biceps. “Me estoy poniendo como un toro con tanto gimnasio” piensas en la primera décima de segundo, pero enseguida te das cuenta de que no ha sido tu fuerza desmedida la que ha cercenado tu cazadora.
Aún hay restos textiles en el torno. Restos dignos de un C.S.I. Paradógicamente, el único torno que funciona es el que está roto. Roto de tal manera que muestra una amenazante cuchilla. Puedes dar gracias porque aún conservas tu brazo.
Pero después de dar gracias quieres pedir explicaciones. Tus compañeros han seguido sin tí y tu tren se ha ido.
Te diriges a la ventanilla, intentas, sin éxito, llamar la atención de la señorita. Tienes que aporrear el cristal blindado para que la tipa se digne a levantar la mirada. Le enseñas lo que ha ocurrido, sin duda esperando por su parte un poco más de emoción en su reacción.
“¿Y qué quieres que haga yo?” Te espeta. “Que me lo zurzas ¿No te jode?” Piensas, pero no lo dices. En su lugar le exiges la hoja de reclamaciones y te esfuerzas en que tu redacción refleje tu indignación, tu dolor, tu tiempo perdido, tu chaqueta destrozada y tantos sentimientos atropellados que no puedes comprender...
Ya sólo te queda esperar. Esperar el siguiente tren. Esperar que el siete en tu cazadora tenga arreglo. Esperar una respuesta de los Señores de Renfe. Esperar que te paguen lo que te han quitado. Esperar que te indemnicen.
¿Y si la chaqueta la hubieras comprado en Londres? ?Y si eres pobre y esa era la chaqueta para pasar todo el invierno? ¿Y si era un recuerdo de familia?
A los señores de Renfe les da igual. Ese torno lleva así meses y así va a seguir hasta que corte el brazo a alguien...