martes, 8 de enero de 2008
MIRADAS
Efectivamente, y como imaginábais, he pasado estas fechas intentando meter la cabeza en una maceta y aislarme de todo. Lástima que mi maceta es muuuuy pequeña y no tiene tierra (maté la hierbabuena hace ahora casi tres años).
Pero ya he salido a la luz nueva del final de las navidades, sólo ensombrecida por el comienzo despiadado de las rebajas.
Asomo la cabeza y lo primero que me encuentro es un tema para mi blog, lo cual me produce un sentimiento confuso: entusiasmo, porque a mi este blog me entusiasma, y cabreo, porque los temas para mi blog son aquellos que me cabrean, me asquean, me enfadan, me molestan o me indignan.
Anteayer fuimos a cenar al gallego de Huertas, al Maceiras. Para los que no lo conozcan, decir que se comen muy buenos berberechos y exquisitas navajas (cuando las tienen y salvando la vez que mi amiga M salió intoxicada). No son baratos, pero tampoco caros. Aunque si tenemos encuenta algo más que la comida, el lugar es, no ya caro, sino totalmete abusivo.
A uno se le atragantan las almejas con el ruido ensordecedor y constante de las gaitas de las narices. La gente, para hacerse oir por encima de este chichido insufrible (es como si mataran a un cerdo) grita más y uno acaba comiendo los bereberechos habiendo renunciado a la comunicación con los de su propia mesa.
Otro defecto: todo, y quiero decir todo, es de origen gallego. Esto significa que el vino blanco es albariño, pero es que el tinto también es gallego. Y la cerveza. Y digo yo, estos gallegos ¿Aún no se han enterado de que el marisco y los pimientos del padrón es de lo poquito que pueden exportar con la cabeza alta?
El albariño pase, para quien le guste el blanco, ¿pero el tinto? Señores, en Galicia no se hace buen tinto, y no quiero siquiera hablar de la cerveza ¡Por dios! ¡cualquiera diría que tienen ancestros celtas!
Pero supongo que lo mejor (i, de ironía) es el servicio. Hace un par de años, las camareras eran gallegas. En este punto debo decir que soy una firme detractora de la clásica frase de autodefinido “la dulce galicia”. Galicia, de dulce, nada de nada.
Las gallegas te miraban con desprecio, cuando no con ira y te lanzaban los platos a la mesa. Supongo que el propósito era que salieras corriendo cuanto antes para poder llenar otra vez tu mesa. Desde que te sientas eres poco menos que un estorbo al que hay que sacar el dinero cuanto antes: ordeñarte y puerta. Por eso no reservan mesa, no sea que una mesa se les quede sin ocupar dos minutos y medio.
Hoy las camareras ya no son gallegas, eso se ha perdido, ahora son sudamericanas, centroamericanas y negras. Ironías de la vida: algunas de ellas nos llaman “gallegos” a nosotros.
No me voya poner racista ni fascista, pero tampoco me voy a poner políticamente correcta, así que los aprehensivos pueden dejar de leer aquí, porque algo de sangre voy a hacer:
Estábamos borrachos. Yo había mezclado albariño, cerveza gallega y sangría en un intento deseperado por encontrar algo que se pudiera beber. También habíamos tomado la queimada y llegó el momento en el que te traen la cuenta. Esa es otra tradición que se ha perdido: ya no “llega el momento de pedir la cuenta” sino que te la endiñan cuando a ellos les parece oportuno.
Nos trajeron la cuenta. 31 pavos por cabeza. Ya digo que barato, no es, pero es marisco y es albariño, que pese a ser un blanco, resulta que te lo cobran como un tinto.
Borrachos sacamos nuestros dineros y los pusimos todos juntos. Después de un rato haciendo cuentas, pues sobraba un montón y nadie sabía de dónde había salido un billete extra de 50 euros, nos organizamos y, si la cuenta era de 189 con algo, dejamos 190. Diréis “¡Qué ratas! ¿Y la propina?” La propina es para quien se la gana y la chica que nos atendió no se la había ganado: Hubo que pedirle la sangría 6 veces, lo cual era perdonable (se podría considerar un intento por salvaguardar nuestro honor) si no fuera por las continuas miradas de asco, desprecio y cabreo.
No soy paranoica en este sentido. No pido simpatía sin límites, sólo que no me mires como si te estuviera molestando.
Bien, dejamos 190 euros: tres billetes de 50 uno de 20, uno de 10, uno de 5 y monedas. Lo contamos y revisamos varias veces porque estamos borrachos y no queremos equivocarnos y dejar de más.
Cuando salimos del bar, la encargada vino detrás nuestro y nos dijo que faltaba dinero, así que, extrañados, volvimos.
Al fondo, en la barra, nos llevó la encargada a los cinco que quedábamos, y allí nos colocó, cara a cara con la camarera que nos había atendido y que había cobrado nuestra mesa: la negra con mirada de desprecio.
La encargada nos dijo: “Ella os ha cobrado, y al llegar a la caja, nos hemos dado cuenta de que falta dinero”. Y la camarera pone encima del mostrador una cuenta, la nuestra, con un dinero, no el nuestro.
El dinero que nos enseña consta de un billete de 50 y tres de 20. En absoluto se parece al dinero que nosotros hemos pagado.
“Ese no es nuestro dinero. Nosotros te hemos dado tres billetes de 50 y además había monedas” le decimos y entonces la encargada le dice a la camarera: “Tu les has cobrado, entíendete tu con ellos”.
La camarera desliza un poco la cuenta y los billetes hacia nosotros en el mostrador y nos mira fijamente uno por uno a los cinco, sosteniéndo la mirada, desafiando.
“Ese no es nuestro dinero. Nosotros hemos pagado con tres billetes de 50 y había solo uno de 20”. Y ella, en silencio, vuelve a deslizar la cuenta y los billetes sobre el mostrador, acercándolos un poco más, acusadoramente y vuelve a mirarnos uno por uno, fíjamente a los ojos.
Este juego psicológico resulta incomprensible cuando han transcurrido diez minutos de reloj. La cuenta, un poco más cerca, los ojos, un poco más entrecerrados, acusadores, como si fuera a conseguir con ello que depronto uno de nosotros se viniera abajo y, sollozando, dijera “¡de acuerdo, de acuerdo, te hemos robado, lo siento, toma tu dinero, tómalo todo...!”.
Por supuesto, nada de eso ocurrió; cuando ya no podía más, cuando ya iba a explotar (en el fondo nunca exploto) y le iba a gritar que dejara de mirarnos y se pusiera a buscar el puto dinero, volvió la encargada.
Habían pasado más de diez minutos y sólo al cabo de ese tiempo, como si hubiésemos pasado “la terrible prueba de la mirada” y eso nos exculpara, vino la encargada, nos pidió disculpas y nos dejó ir en paz.
Demasiado tarde. Nunca mais.
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